Los debates televisivos son momentos de alto impacto en las campañas políticas. Y generan un plus de atención y de cobertura mediática.
En ese contexto ocurre un fenómeno curioso.
Yo le llamo el ‘furor interpretativo’.
Es esa especie de violenta agitación del ánimo de muchas personas que se desesperan por saber de inmediato quién ganó el debate.
Literalmente: se desesperan.
Algunos preguntando a diestra y siniestra.
Otros opinando de inmediato, en caliente.
Frente a tal hecho prefiero una actitud más cautelosa, más reflexiva, más cercana al método científico.
En general el candidato que gana los debates televisivos es el que logra los objetivos que se planteó su campaña.
No se trata de doblegar al rival ni de ridiculizarlo ni de ponerlo contra las cuerdas ni de agredirlo hasta el punto en que no se pueda defender.
Eso es confundir los debates televisivos con las riñas de gallos.
En realidad gana el que logra sus objetivos. O sea que puede ganar uno de los candidatos, claro está. Pero también pueden ganar los dos e inclusive pueden perder los dos.
En una buena campaña electoral disponemos de herramientas de medición confiables que nos brindan datos acerca del mayor o menor logro de los objetivos que perseguíamos en el debate. Y eso nos permite estimar si logramos o no los objetivos.
Pero vistos desde afuera de las campañas, los debates televisivos no son tan fáciles de interpretar en cuanto a sus resultados.
Por eso lo más prudente y lo más serio es observar y reflexionar. Y en todo caso buscar datos que ayuden a interpretar los efectos de ese debate sobre los segmentos de público que sean más relevantes en ese momento.